11 de diciembre de 2011

Composición 1: Centralización y pérdida de territorios del Imperio Español


Después de relatar todo lo que había hecho en su reinado y con lágrimas en los ojos, Carlos I acababa su discurso de despedida para dar la palabra a Felipe.  Los numerosos conflictos que habían oprimido a Carlos esos últimos años habían provocado finalmente la abdicación al trono de este: las batallas por los territorios alemanes por una parte, y los problemas interiores relacionados con los escasos recursos y las revueltas por la otra habían hecho acuciante la necesidad de un cambio monárquico.
Era así el turno del heredero, Felipe II, quien tras disculparse por su poca práctica a la hora de hablar español, explicó que sería su hombre de confianza el que daría el discurso por él. El emotivo ambiente que se había formado en la sala durante las palabras de Carlos se iba desvaneciendo ante la comprensión de que el hombre que iba a gobernarles durante, posiblemente, décadas, era un extranjero. En varias ocasiones Felipe II había asumido en  ausencia de su padre el control de los Países Bajos y Alemania, y esto había provocado que su relación con los Reinos de Castilla y Aragón fuese mínima, lo que le hacía un extraño ante los ojos de las personas que llenaban la sala.
Felipe II heredaba de su padre una España en proceso de disgregación, tanto a nivel peninsular como nivel imperial. El movimiento de las Comunidades y el de las Germanías afectaban a una gran parte de la península, y comenzaban un problema que llevaría a un intento de separación por parte de Cataluña y Aragón, además de a fuertes tensiones entre clases sociales. Con países exteriores los problemas no eran menos importantes: el ejército francés y el español debían luchar continuamente por la defensa de los Países Bajos, los que a pesar de aumentar los dominios españoles, producían enormes pérdidas económicas. Además, permanecían latentes otros conflictos, armados en el mediterráneo y religiosos en regiones protestantes de todo el Imperio.
Las tensiones entre Castilla y el resto de los reinos peninsulares habían comenzado ya con el descubrimiento de América en 1492. Mientras todas las riquezas procedentes del “nuevo continente” iban a parar a Castilla, Aragón quedaba relegado a un segundo plano y no tomaba parte en la obtención de estas.
Ya avanzado el mandato de Felipe II, las diferencias entre Castilla y Aragón llegaron a su punto máximo. Los aragoneses seguían molestos desde la unificación del Imperio Español con los Reyes Católicos, ya que los Monarcas continuaban manteniendo un gobierno Centralista, además de Absolutista. En 1591, acusado de traición y asesinato, Antonio Pérez, un antiguo secretario del rey, era llamado a prisión por Felipe. Antonio se aferró a su ascendencia aragonesa protegiéndose en el derecho foral, resultado de las diferencias políticas entre los distintos territorios. Para poder detenerle, Felipe II hizo intervenir a la Inquisición acusando a Antonio Pérez de hereje, ya que esta constituía el único órgano vigente en todas las regiones. Pero esto era algo que el Justicia Mayor de Aragón, harto de las incursiones de Castilla en sus políticas, no quiso permitir; provocando la furia del rey. Pronto Zaragoza, donde se había refugiado Antonio, fue sorprendida por la intrusión del ejército, que detuvo y ejecutó al Justicia Mayor, el cual se había colocado al frente de las protestas. Antonio huyó a los Pirineos, finalizando así las Alteraciones de Aragón y las sublevaciones en la región.
Tras la muerte de Felipe II, ascendía al trono su hijo, Felipe III, con el cual el Imperio Español alcanzó su mayor expansión territorial; lo que complicó el reparto del poder entre los diversos reinos. Su reinado supuso una relajada transición entre los problemas territoriales de su padre y su abuelo y la decadencia de los siguientes reinados. Con Felipe III, España firmó diversas paces, denominándose a este período como la Pax Hispánica. Pero a pesar de todos sus esfuerzos por unificar los territorios españoles, al final de su reinado, en 1618, estallaba la Guerra de los Treinta Años. Esta, que pronto se había expandido por toda Europa, era el apogeo de todos los conflictos religiosos, políticos y sobre todo territoriales entre el Imperio Español y el resto de reinos europeos.
Cinco años después del comienzo de la Guerra, con solo dieciséis años Felipe IV subía al trono, heredando una España, como ya se dijo, en decadencia. A pesar de encontrarse la Guerra en un punto crítico, el valido del nuevo rey, el Conde-Duque de Olivares, trataba a duras penas de mantener la hegemonía en España. Pronto se había hecho inviable enviar refuerzos a Flandes, y desaparecía la monarquía en los Países Bajos. Además, estos se habían aliado con Inglaterra, con lo que había comenzando una batalla entre esta y España. Con Francia, la situación no era mucho mejor, ya que en 1635 Luis XIII declaraba la guerra a España, terminando esta con la victoria española. De todas formas, al año siguiente, tras un fallido intento de conquista de París por parte del hermano de Felipe IV, Francia envió a sus tropas a los Pirineos.
Mientras tanto, el final de la Guerra de los 30 años con la Paz de Westfalia suponía el principio del fin de la hegemonía española, ya que los protestantes del norte de Europa (los Países Bajos) se hicieron definitivamente independientes. Años después la guerra con Francia finalizaba con la Paz de los Pirineos, en la que España perdía el Rosellón y parte de Cerdeña.
Otra de las pérdidas territoriales fue la de Portugal, que finalmente aprovechaba los problemas de la Corona española independizándose en 1640 formándose el Imperio Portugués. Políticamente, Portugal siempre se había asegurado una distinción de España, por temor a que estos trataran de sacrificar los intereses de los portugueses a los suyos.
Hecho por Andrea Sanmartín, Sandra Arias y Miguel Rodríguez, 2º BAC-A

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